sábado, 13 de julio de 2013

Sanfermines: la fiesta de la degradación

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OPINIÓN

La noticia en el mediodía del día 6 de julio era una tela de enormes dimensiones, situada frente a la fachada del Ayuntamiento de Pamplona. Colores y líneas dibujaban la bandera de Euskadi. El chupinazosanferminero se retrasaba y las filias y fobias políticas se desataban, como de costumbre, en la ciudad (ahora también en la red). Unos se insultan a otros y todos demuestran apagar la razón para expresarse con las vísceras. Allá ellos. Aborrezco las patrias. A todo patriota le une su ceguera.
A la misma hora en que todo ese guirigay patrio-testosterónico se exacerbaba, una joven daba signos de un más que presumible coma etílico. Dos policías municipales trataban de tumbarla en el suelo del zaguán de la Casa Consistorial. Ella, ojos en blanco, no oponía resistencia, y una vez lograron depositarla, se alejaron dando por cumplido su trabajo. No hacía falta titulación médica para sospechar que aquello era algo más que una simple borrachera, que la muchacha requería atención sanitaria. Se lo hice saber a uno de los policías quien, sin contestar, se alejó de mí como para evitarse un problema. Busqué a alguna autoridad política para hacer constar esa dejación y la presumible urgencia del caso, pero debían de estar arrojándose banderas por algún salón. Tuve que irme para cumplir con mi obligación como músico de banda. A la vuelta, unos 40 minutos después, la Cruz Roja por fin la estaba atendiendo. Ella parecía no responder. Espero que se encuentre bien.
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Horas o días después, a lo sucedido con la ikurriña le han ido quitando protagonismo (más en la red, que en los medios tradicionales) otras imágenes tomadas en la plaza del Ayuntamiento durante la espera del inicio oficial de las fiestas. Fotografías de mujeres que, sin que a nadie le conste deseo expreso, eran sobadas por hordas de hormonas masculinas desbocadas -mostraban especial obsesión por sus pechos-, y desnudadas a base de desgajar la tela de sus ropas. A esas instantáneas se les ha sumado en la red la recuperación de un video del chupinazo de 2010 en que una reportera de TVE era morreada por un imbécil mientras la periodista tenía que soportar que desde el estudio de Madrid le dijeran que no provocara (¡!). No demonizaré la espontánea reacción desde Madrid (voz masculina, por cierto). No deja de ser muestra fidedigna de cómo nuestros mecanismos reactivos delatan de qué estamos hechos. Esealgo habrá hecho con el que se bromea tras una violación o el es que van provocando tan común entre hombres (y algunas mujeres). Comentarios hechos a la ligera que trivializan la gravedad del acoso a la mujer y que son gracietas que, desde luego, no disuaden al mentecato de turno. “Si ella se pone, atente a las consecuencias”, decía un paleto en un video en la web de ‘El País’ que encuestaba sobre el trato a la mujer durante el chupinazo. Una chica añadía: “yo creo que son costumbres de aquí y que cada región tiene su costumbre”. Añádase, por lo tanto, otra costumbre más a la lista de costumbrismos vejatorios festivos de la región navarra: el acoso sexual.
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Pamplona, ciudad sin ley. Es una expresión muy común entre los nativos durante las fiestas. También lo es decir que los forasteros son quienes se desmandan. Lavado de manos de quienes tantas piedras tiran. Los visitantes tendrán su culpa, pero si vinieron aquí fue porque se les vendió que en Pamplona, durante nueve días, uno puede hacer directamente lo que le venga en gana. Es así porque sólo un ejército, en el ejercicio de un golpe de Estado, podría poner orden en tantos frentes. Y, sobre todo, porque del libre albedrío siempre parece escoger el primitivismo más salvaje. Que en un parking al aire libre y en pleno centro de la ciudad se lean enormes carteles de “Prohibido hacer sus necesidades orgánicas” (multa de 200€), da una pista del grado de (in)civismo en el que nos movemos. Si tal normativa se pusiera en práctica en la ciudad, Pamplona resolvería sus problemas de liquidez (vaya, un juego de palabras) durante décadas. Pero no es así. Si hay alguna multa, es pura anécdota. Los trabajadores de los servicios de limpieza (mis héroes) saben que lo que arrastran son miles de euros en multas. Pero las toneladas de mierda que cada día se procuran retirar forman parte de la “normalidad”. Palabra ésta que es trending topic en el balance que cada año hace el gobierno de la ciudad sobre las fiestas (que, no lo duden, tendrá en el incidente de la ikurriña, su mayor inconveniente de este año).
Me acuerdo mucho en estos días de las polémicas del Saloufest de Salou, una cita que, bajo la excusa de celebración deportiva para universitarios británicos, esconde (bueno, mucho no, la verdad) el fomento de un desfase que degrada a quien lo practica y, lo que es peor, a la localidad que lo promueve. El (falso) debate que se plantea de forma recurrente allí es el de si los ingresos compensan las molestias (y los incidentes; balconing, con fatales consecuencias, incluido). Vecinos que se quejan, hosteleros que se frotan las carteras. No parece justo debatir sobre ello como si se trataran de posiciones igualmente respetables. No merece el mismo respeto quien procura cumplir con sus obligaciones cívicas que quien se lucra por su incumplimiento, por mucho que al primero se le tenga por un soso y al segundo por un emprendedor. Gana, por supuesto, el segundo. ¿Qué debe hacer un vecino del casco viejo pamplonés? ¿Asumir la imposibilidad de no poder dormir durante, al menos, nueve noches seguidas? ¿La mierda insoportable excretada en su portal? La respuesta de la mayoría es que se vaya. Como si todo el mundo se lo pudiera permitir; como si esa invitación a la fuga no fuera puro totalitarismo: o te largas o te jodes.
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Hay gravísimos ejemplos de incivismo en estas fiestas pero permítanme dos algo inocuos, ridículos, si quieren, de estos mismos días: la banda de música inicia un recorrido musical después del lanzamiento del chupinazo. Llegados a un punto del camino, alguien arroja abundante líquido desde la ventana de un hotel (desconozco de qué tipo, los hay muy variados estos días) sobre la gente que se encuentra en la calle, con tal puntería que riega al director de la banda que, de inmediato, suspende el pasacalles y ordena dar media vuelta. ¿A quién creen que se reprende? ¿Al director de banda o al autor del ingeniosísimo refresco forzoso? ¡Premio! Al segundo ni se le vio (se ocultó en su habitación de inmediato). Al primero se le llegó a afear que no aguantara y tirara p´alante. La “normalidad” es recibir el empujón de la muchedumbre y poner buena cara cuando sobre ti caen todo tipo de sólidos y líquidos en el ejercicio de la actividad laboral. Todo sea por la fiesta. Aunque hace años le cayera a un trompetista de la banda una botella de cristal sobre la cabeza. Yo he dejado caer en alguna ocasión que hay varios actos que ponen en serio riesgo nuestra integridad. Silencio. Se impone la fiesta.
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El otro ejemplo es tonto. Muy tonto, si quieren. Para mí, del mismo tipo de tonterías y gracietas a las que se responde con una sonrisa y que son el caldo de cultivo para que deriven en la normalización del acoso sexual a una mujer o, en este caso concreto, en el daño al mobiliario urbano. Fue durante el transcurso de las dianas (la banda las interpreta por las calles en una tradición musical previa al encierro). Muchos acostumbran a acompasar la música golpeando, por ejemplo, las persianas bajadas de algunos comercios. Él también lo hizo hasta que descubrió un instrumento de percusión mucho mejor: el contenedor de un hotel. Lo comenzó a arrastrar y lo hizo avanzar decenas de metros mientras lo golpeaba. En un paréntesis de la música, tomó el mando de la percusión. El gentío lo acompañó con cánticos. Las miradas divertidas de muchos fueron la bendición de su acto. El beneplácito de que cualquier cosa, por incívica que sea, es válida por estar de fiesta. Reprenderlo es un acto inútil. Le convierte a uno en el indeseable aguafiestas, en objeto de burla y desprecio. Vaya tontería, ¿verdad?
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La crisis económica (perdón, la estafa) puso de manifiesto en España las miserias de una economía sustentada en el pelotazo inmobiliario. El estallido de esa burbuja dejó en la calle a miles de iletrados que abandonaron sus estudios por los cantos de sirena del dinero fácil. Existe un cierto consenso social en que conviene no repetir el error y apostar por un modelo laboral que fomente la investigación y el desarrollo, la educación integral de la persona, la inteligencia. ¿Por qué no acabar con esta otra burbuja? España debería repensar su propia diversión. El modelo de fiesta non-stop fomentado desde las instituciones seduce por la presunta bondad económica para la ciudad que las organiza pero obvia sus graves consecuencias. El cómo es lo más importante, máxime en fiestas como las de Pamplona que implican la degradación a vertedero de gran parte de la ciudad durante más de una semana e ignoran las nefastas consecuencias de salud que generan los tremendos excesos alcohólicos, el incesante ruido y la impunidad con la que muchos se mueven estos días por la ciudad. Yo siento vergüenza. ¿La comparten?

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