domingo, 22 de mayo de 2011

RELATOS DE TERROR

                       La señora

 Mandujano quería sostener encuentros eróticos con Esther, así que empezó a cortejarla, cuidándose de cuidar sus verdaderas intenciones. Ella, varios años más joven que él, le siguió la corriente al principio, pero después evidenció su afán de quitárselo de encima. Entretanto, Mandujano no escatimaba para la compra de flores, chocolates y algunas otras bagatelas, lo único que podía pagar con su magro sueldo. Su máximo logro fue recibir permiso para visitar a Esther en su departamento, que compartía con su vieja madre (el padre vivía con otra desde hacía años), una señora un tanto malencarada que nunca vio con buenos ojos al pretendiente.
Mandujano encontraba imposible estrechar la distancia que lo separaba de Esther, pues la vigilancia de la madre era constante. Mientras ellos departían (intercambiaban trivialidades) en la sala, la mujer, sentada a unos metros de distancia, fingía jugar solitario en la mesa del comedor, a la par fumando y bebiendo jerez. Mandujano la miraba de refilón con odio. Finalmente, llegaba la hora de partir y las puertas de aquel lugar quedaban cerradas para el frustrado conquistador.
Llegó a tal punto la obsesión de Mandujano, que perdió la serenidad y en sus frases dizque galantes metió cantidad de alusiones a prácticas carnales, que sonrojaron y enojaron a Esther. Eran dichas en voz baja para que la madre no las oyera, pero en cierta ocasión fueron repetidas a todo pulmón por la chica, lo que ocasionó una disputa que estuvo cerca de merecer la intervención policial. Más asustado que airado, Mandujano se marchó con la orden de no volver nunca más.
Cayó en depresión, se entregó a la bebida, lo despidieron del trabajo por faltista. Gracias a conocidos comunes supo que Esther seguía sin novio y que su madre había estado con problemas de salud derivados del tabaquismo. Mandujano llamó a aquélla cientos de veces y jamás obtuvo respuesta, de modo que, una vez cumplidos tres meses de sobriedad, decidió presentarse personalmente en casa de Esther y rogarle perdón. Se trajeó lo mejor que pudo, se presentó ante la puerta del edificio, resignado a no ser admitido; sin embargo, luego del primer timbrazo oyó que la madre preguntaba “¿Quién?” y, con voz cascada, respondió; para su sorpresa, la puerta se abrió.
Casi corriendo, Mandujano evadió el elevador y subió cuatro tramos de escalera; ante la puerta de Esther se acicaló un poco y tocó un nuevo timbre. Media hora después, Esther volvió de una reunión con amigas y respingó al ver a su, para ella, ex pretendiente. Mandujano se levantó de un salto del sillón y aclaró que “la señora” lo había dejado entrar. Con el rostro enrojecido y lágrimas en las mejillas, Esther le reprochó que se burlara de ella en tales momentos, y enseguida corrió al teléfono para llamar a la policía. Creía firmemente que el visitante había forzado la entrada y se disponía a abusar de ella. Mandujano, nada listo para meterse en problemas gratuitamente, revisó las dos habitaciones del departamento en pos de la señora y las encontró vacías. También invadió la cocina y el baño, con idéntica suerte. “No es posible”, pensó, seguro de que la señora le había abierto y le había pedido que esperara a Esther en la sala, mientras ella “descansaba” en su cuarto.
Esther había salido corriendo del edificio, recibió a los policías y, mientras les contaba lo ocurrido, Mandujano salió con cara de susto e incredulidad. Lo sujetaron por los brazos, le recomendaron que no hiciera escándalo y, con algo de violencia, lo empujaron dentro de una patrulla. Oyó que, a sus espaldas, Esther le gritaba que su madre había muerto hacía mes y medio, de un infarto. Era cierto.
Nadie creyó la versión de Mandujano y lo mandaron un rato al reclusorio, del que salió porque Esther, aconsejada por su confesor, otorgó el perdón con la condición de que el indiciado no volviera a acercársele. Mandujano accedió de buen grado. En el futuro, otra vez dado a la bebida, vagaría cerca del edificio aquel, mirándolo con recelo y suspirando por Esther.

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